Escrito en Marzo de 2009 como trasfondo para un personaje de La Llamada de Cthulhu ambientado en la campaña Horror en el Orient Express.
- Señor, mire esta noticia de aquí. Ese detective belga tan famoso, Hercules Poirot – pronunció Poirot como si hubiera soltado un escupitajo – ha resuelto un nuevo crimen.
- Curioso individuo, sin duda – contestó su señor distraído mientras apuntaba al pájaro que revoloteaba por el cielo azul de la campiña de Surrey – ¿Pero qué tiene de especial este caso en concreto? Ese hombrecillo resuelve muchos casos al año.
- Parece ser que ha resuelto un complicado caso de asesinato en menos de 24 horas a bordo del lujoso tren Orient Express. Es lo que pone aquí, por lo menos. Parece ser que la víctima era un conocido gangster de la mafia siciliana.
Albert dejó en ese momento de apuntar al cielo, bajó la escopeta y prestó más atención a su mayordomo.
- ¿Cómo fue? Quiero decir… ¿Cómo falleció la víctima?
- La noticia afirma que la víctima falleció asesinada de doce cuchilladas, mientras dormía. El detective Poirot resolvió que un gangster de una familia rival accedió al tren mientras estaba detenido por una ventisca de nieve, se introdujo en el compartimento de la víctima y le asesinó mientras dormía. Terrible, ¿no cree?
La cara de Albert había cambiado, sutil pero indudablemente, sin que lo percibiera su mayordomo. Ahora su rostro reflejaba la expresión de aquel que está al borde de la locura.
- Tendrían que haberme dejado a mí, yo lo hubiera impedido, y habría ajusticiado al criminal. No lo habría dejado escapar.
- ¿Cómo dice milord? – ahora William estaba realmente consternado. Esto se salía de las incoherencias normales de su señor.
- Ya lo has oído. Esto habría podido resolverse sin víctimas si el Camarada Rojo hubiera estado allí. – Albert bajó la mirada hacia el suelo y comenzó a caminar lentamente hacia los bosques cercanos, alejándose de la finca y de su atónito sirviente. Murmuraba para sí mientras caminaba cabizbajo, con el rifle apenas agarrado a su delgada mano.
El anciano William siguió a su señor, acelerando el paso, ahora con verdadera curiosidad. Albert comenzó a mirar la mano que sostenía el rifle y observó la marca que tenía en ella; una marca que había adquirido después de su viaje de dos años por el continente europeo. Albert nunca había podido explicar el origen de aquella cicatriz. William se acercó a su señor, le cogió lentamente el rifle y le cogió del hombro, intentando animarle.
- Señor, no creo que esté loco, pero creo realmente que a usted le pasó algo en aquel viaje que hizo hace doce años, y que no quiere hablar de ello porque le marcó profundamente.
- Yo estuve en aquel tren, ¿sabes? Desde París hasta llegar al otro extremo del continente, en Turquía. Pasaron muchas cosas durante aquel viaje, no las recuerdo todas. Mi memoria solo me permite acceder a ciertos recuerdos. Recuerdo Venecia… recuerdo haber sido perseguido por los Camisas Negras, la guardia fascista de Mussolini.Porco. –
- ¿Por qué iban a perseguirle a usted, mi señor? Es un hombre honorable y defensor de la justicia y las leyes.
- Por aquel entonces las cosas eran algo diferentes. No puedo recordar bien, pero creo que no era un amigo del régimen fascista italiano. Y solía andar con tipos raros, con gentuza, clase baja. Recuerdo a Nick.
- ¿Quién es Nick, milord?
- Era una especie de ratero de poca monta, un estafador. Vivía en el East End de Londres. No recuerdo como entré en contacto con él, solo recuerdo que me acompañó durante todo el viaje en el Orient Express.
William estaba bastante escandalizado por las declaraciones de su señor. Juntarse con aquella escoria y ser perseguido por la policía de otro país no era precisamente beneficioso para la reputación de la familia Ashtown. Sin embargo, antes de que pudiera formular algún tipo de queja, Albert continuó con su relato.
- Recuerdo que huí de aquelloscamicie nere por las callejuelas y puentes de Venecia. En cierto punto de mi huída, encontré un puesto de máscaras venecianas. Compré allí una máscara roja y una capa negra de terciopelo, para ocultarme de mis perseguidores en la oscuridad.
- ¿Se refiere usted a esa máscara roja tan horrenda que tiene colgada en la pared de su estudio?
- Sí, esa es. Huí de mis perseguidores, me escondí, pero ellos encontraron mi rastro. Supongo que en pleno siglo XX no es muy común ver a un hombre enmascarado y con capa huyendo a toda velocidad por las calles de una ciudad. Cuando me encontraron, decidí que no quería correr más. Me enfrenté a ellos. Aquellos camisas negras eran una especie de voluntarios del régimen fascista. Los muy idiotas ni siquiera llevaban armas de fuego, solo portaban porras. Supongo que los tiempos han cambiado, claro. El caso es que me enfrenté a dos de ellos, vestido con mi peculiar atuendo. No sé si fue por la tenue iluminación de la callejuela donde me habían arrinconado, o el impacto visual de la máscara, pero conseguí reducir a uno de ellos y los demás huyeron, gritando en italiano que los había atacado un fantasma. A partir de aquel momento, creé al Camarada Rojo.
William no se lo podía acabar de creer, aquello era demasiado… peligroso, demasiado… imposible para su señor Albert.
- Señor, ¿está usted afirmando ahora mismo y en este instante que usted era el Camarada Rojo, aquel justiciero de las clases bajas que durante un par de años de la década pasada se dedicó a enfrentarse a la opresión policial y ayudaba a los pobres e indefensos por todo el sureste de Europa? ¿Aquel que salía siempre en la sección de sucesos de los diarios sensacionalistas? ¿Aquel que desapareció misteriosamente sin dejar rastro de un día para otro?
Albert miró a su criado con pena, sabiendo que su anciano mayordomo no le creía.
- Sí, querido Will, era yo. Sé que no me crees, pero tengo pruebas que lo demuestran. Tengo la máscara, tengo la capa. Y tengo las cicatrices de mis enfrentamientos con las fuerzas de seguridad.
William no estaba convencido del todo, esa máscara podría haberla conseguido en cualquier parte. Aunque claro, las cicatrices… antes de irse a aquel viaje sabático de dos años no tenía ninguna de esas marcas. William había admirado al Camarada Rojo y todo lo que hizo entre 1923 y 1925, y leía con avidez todas las noticias de los diarios que estuvieran relacionadas con él. Sin embargo, no podía creérselo. ¿Su señor, el estirado y “odio a los pobres” Albert Ashtown? No podía ser. Aunque en el fondo, William deseaba creerlo, deseaba descubrir que su señor era mucho más de lo que él había supuesto jamás.
- ¿Así es como se hizo usted esa marca de la mano derecha, milord?
- No, querido Will. Esto fue mucho después. Por la época en que el Camarada Rojo actuaba en Venecia, yo aún podía controlarlo. Aún era mi mascarada, mi creación. Luego se convirtió en algo mucho más terrible.
- No le comprendo, milord. ¿A qué se refiere? – William ahora estaba empezando a asustarse de verdad, y el rostro tétrico de su amo no ayudaba precisamente a aliviar esa sensación.
- Me estoy refiriendo a que, a medida que pasó el tiempo, el Camarada Rojo se fue adueñando de mí. No sabría decirte cuando empezó, pero sí puedo contarte cómo terminó de poseerme.
- ¿Dice usted que le hablaba, mi señor? ¿Cómo puede ser eso? ¿No era usted el Camarada Rojo? – La paciencia de William se estaba agotando, toda aquella historia era demasiado extravagante, había demasiados hechos inconexos, pero… por alguna razón sabía que su amo no le estaba mintiendo.
- No me crees, ¿verdad? Lo entiendo. En fin. Prepárame el almuerzo, querido William, de tanto hablar me ha entrado apetito.
Albert se levantó resignado y siguió a su amo hacia la finca, consternado. William decidió dejar el tema para más tarde. Aquel día su señor Albert lo pasó en la terraza del piso superior de la finca, mirando el paisaje verde y azul que tenía ante sí y con la horrible máscara roja en sus manos. De tanto en tanto la miraba con dolor; William llegó a advertir incluso que se le escapaba alguna lágrima de vez en cuando. Albert Ashtown permaneció allí hasta el crepúsculo, momento en el que William decidió que ya había sido suficiente melancolía por un día.
- Mi señor, ya se ha puesto el sol, debería usted entrar en la casa o cogerá frío. No sé por qué está tan abatido, pero debe pensar que aquello ya pasó y que usted está ahora aquí, en Inglaterra, en la finca de su familia. Y aquí está a salvo.
- ¿Tú crees, mi querido Will? Yo no lo sé. El paganismo y el demonio nos acecha por todas partes, incluso aquí en nuestro amado país. En las zonas rurales la gente sigue adorando a dioses y entes de cierto poder sobrenatural que tú y yo no conocemos y que no podemos entender.
Ahora William ya estaba indignado y cansado de tantas incoherencias.
- Mi señor, se lo ruego, entre en casa y déjese de tantas supersticiones. Mañana tiene que acudir a Londres para defender a su cliente de un importante caso de homicidio. ¿Lo recuerda? ¿Aún recuerda sus obligaciones actuales?
- Las recuerdo, William, no te preocupes. – Albert hizo ademán de levantarse, pero se lo pensó y volvió a sentarse, para desconsuelo de su mayordomo. - ¿Quieres saber cómo me hice esta marca de la mano?
- Está bien, cuéntemelo con la condición de que después se vaya usted a acostar.
- Me lo hice en un bosque de Yugoslavia, un bosque a unos kilómetros de aquel recóndito pueblo. Los pueblerinos me pidieron ayuda para convencer a una bruja que vivía en los bosques de que dejara de realizar sus truculentas prácticas. Yo pensé que se trataba de superstición local, así que acudí a la cabaña del bosque de aquella anciana. Decidí combatirla con las mismas armas de superstición, así que fui disfrazado del Camarada Rojo.
Albert hizo una pausa, estaba visiblemente afligido y le costaba pronunciar las siguientes palabras. Al cabo de un par de minutos reunió el valor suficiente para poder continuar, mientras su mayordomo se impacientaba.
- Cuando llegué allí, hablé con la anciana. Parecía una señora mayor normal y corriente. Al poco de hablar con ella me confirmó lo que ya sospechaba. No tenía ninguna intención de marcharse. Así pues, decidí asustarla un poco con mi fantochada del Camarada Rojo, pero no quiso escucharme y se encerró en su cabaña. En aquel momento… algo cambió. Yo dejé de ser yo… algo me poseyó. Sin saber porqué, empecé a aporrear la puerta de la cabaña con todas mis fuerzas. La ira y la sed de sangre me dominaban. Al final, la puerta roñosa de madera cedió… y entré.
Otra pausa… William estaba empezando a enfadarse de verdad, pero estaba demasiado asustado por el relato para replicar nada a su enloquecido señor.
- Dentro… pensé que habría paredes de madera. Pero no había nada de eso. Es difícil de explicar. Había cuerpos. Cuerpos humanos. Trozos de cuerpos humanos. Brazos, piernas, torsos, cabezas mutiladas… cubrían la totalidad de las cuatro paredes de la choza. – Ahora Albert lloraba visiblemente mientras contaba su historia – No creo que puedas ni siquiera imaginarte algo así, Will, era algo repugnante, repulsivo, horrible, grotesco, demencial, parecía que las paredes de la cabaña estaban hechas de carne humana. Y lo peor no era eso… Lo peor era que todos aquellos miembros humanos… ¡se movían! ¡Tenían vida!
William decidió en ese momento que, definitivamente, su amo estaba loco de remate. Sin embargo, había algo en su mirada, algo que daba a entender que decía la verdad.
- Sé que no me crees – dijo Albert sollozando – ¡pero es completamente cierto! ¡Uno de esos brazos me arañó y me hizo esta marca que ves en mi mano!
- Señor… ¿qué hizo usted entonces?
- Bueno… a continuación… sé que la vieja bruja sacó una guadaña e intentó atacarme con ella. Por suerte, yo aún era joven en aquella época y pude esquivar fácilmente sus golpes. No resultó fácil, intentar esquivar a la bruja del infierno y a esos brazos y manos de pesadilla. Tras esquivar unos pocos ataques, pude agarrar la guadaña con toda mi fuerza y forcejeé con la bruja para arrebatarle el arma. Después de aquello, todo es bastante confuso. Recuerdo que usé su propia guadaña para descuartizar a la bruja. Y después de aquello… todo está borroso. Lo siguiente que recuerdo es estar frente a la cabaña de la bruja, con la guadaña en la mano y viendo arder hasta los cimientos aquel impío lugar de muerte, sangre y corrupción. El Camarada Rojo me hablaba, y me felicitaba por el trabajo realizado. Su voz era terrible, sarcástica, cruel y aterradora. Pero sabía que no me haría daño, él me necesitaba para actuar, y eso en parte me tranquilizó. Después me desmayé. A los tres días aparecí en el pueblucho de mala muerte, donde Nick me encontró y me llevó de vuelta al Orient Express.
- ¿Y cómo volvió usted a Inglaterra después, en ese estado?
Albert lanzó una elocuente y desesperanzadora mirada a su mayordomo.
- Eso es lo que quiero preguntarle al Camarada Rojo cuando vuelva a hablar conmigo.
Había algo que William no comprendía de las últimas palabras de su señor. Para calmar su miedo ante la terrible historia que acababa de escuchar, decidió seguir hablando.
- Señor… ¿dice usted que en doce años no ha vuelto a hablar con el Camarada Rojo?
Albert negó con la cabeza a su mayordomo y se levantó de su asiento. Entró en la casa y se dispuso a retirarse a sus aposentos para descansar. Había sido un largo día de amargos y terribles recuerdos.
- Sabes que tenía que hacerlo, querido Albert. Le has contado demasiado. No puede saberlo.
Albert comenzó a sollozar en silencio, se le atragantaban las palabras al hablar.
- ¿Por qué? ¿Por qué después de tanto tiempo? Pensé que no volverías. ¿Por qué?
- Si hubieras mantenido la boca cerrada yo no tendría que haber vuelto para arreglar lo que has estropeado.
- ¿Quién eres en realidad? ¿Por qué me acosas?
- Soy tú. Tú me creaste. Me diste un nombre incluso. Salieri. Es un nombre que me gusta, aunque por supuesto los demás solo me conocerán como el Camarada Rojo. Sabes que me necesitas, tú no puedes ser tú sin mí.
- ¿Por qué? ¿Por qué?
- Porque me necesitas. Necesitas que se haga justicia en el mundo, y tú eres demasiado débil para hacer lo que se ha de hacer.
- No quiero, no quiero hacer las cosas así.
- Oh, sí que quieres. Si no lo quisieras, yo no habría nacido. De todos modos, no hace falta que te lamentes tanto. Tenemos mucho que hacer. Mañana tienes un juicio, tienes que defender a un hombre acusado de asesinato. Ese hombre no debe llegar con vida a su juicio. Yo me encargaré de ello.
- ¿Por qué? ¡Yo creo en la justicia, en las leyes, no te necesito!
- Sabes que ganarás el juicio, sabes que liberarán a ese asesino. Ese criminal al que tú mismo querrías ver muerto. Ese hombre que sabes que trata con seres sobrenaturales, que ha hecho pactos con demonios para cometer sus crímenes. No podemos permitir que salga con vida.
- Entonces… ¿qué vas a hacer?
- Ahora te explicaré lo que vamos a hacer. Sólo tienes que confiar en mí…
Gentuza, ratero; así llamas al hombre que te salvo la vida decenas de veces, noble malcriado.
ResponderEliminarBien Camarada Rojo, mas te vale recordar quien se tubo que encargar de ese camisa negra a la mañana siguiente de tu fiesta con ellos, la primera muerte que le achacaron al camarada rojo, pero eso no era suficiente para nuestro tan buen noble ingles, después de aquello, raro era verte sin ponerte tu simple disfraz cada vez que se presentaba una ocasión, y si no había ninguna, ya te apañabas tu en encontrarla para ponerte tu disfraz; todo para que al final acabara como acabo, mi hermana muerta por tus manos, por que una entupida secta le había lavado la cabeza, y mi cabeza usado para un ritual por que no quisiste darles la entupida cabeza del maniquí la ultima pieza para su entupido ritual pagano. Maldito seas tú y el Camarada Rojo, que mi espíritu te atormente siempre.
Juas juas juas, evidentemente todo lo que dice este señor es una sarta de falsedades y, bueno, quizás sea verdad pero todo tiene un sentido y quizás sea narrado en otra ocasión XDD
ResponderEliminarLa historia la cuentan los que sobreviven (y tienen pasta para escribir un libro muajajaja)
sabes perfectamente que ese era el final mas logico, que pena que nunca lo sabremos.
ResponderEliminar(lamento no tener la suficiente elocuencia para escribir buenas historias)